viernes, 11 de marzo de 2011

SANGRE EN LA ACERA

La época humana había pasado, ahora todo era tétrico y oscuro. Por las noches solo se oían aullidos, y ronquidos de las bestias que gobernaban nuestro mundo. Solo unos pocos humanos quedaban a merced de ellos, algunos escondidos, y otros obedeciendo las ordenes pertinentes. Era un mundo lleno de cacas de perro, ya que todos los humanos no llegaban a dejar la ciudad limpia. Los miraban, con ternura a veces, pero sobretodo con odio. Ellos y ellas eran los dueños de todo aquel país, y también del mundo y ya nadie se lo iba a arrebatar.
Pero aquella ciudad se había convertido en un campo de batalla, aunque no para todos. Muchas familias trataban de ganarse la vida con su honradez y sus putas ganas de trabajar.
Sus pequeños estudiaban, y se dedicaban a jugar en su tiempo libre, todo después de sus deberes.
Los humanos en cambio, se dedicaban a hacer todas las tareas que les encomendaban sus dueños;
 Los perros.
Callaban y no decían nada de nada, solo si tenían que pedir algo, agua, o ir al baño. Muchos de ellos llevaban correas alrededor de sus cuellos, para evitar la tentación de huir con los proscritos.
Muchos de esos perros, andaban con las dos patas traseras, como los monos, una raza bastante superior a la de los negros y los putos moros, y mucho más buenos que el retorcido, Argelino de mierda llamado.
Omar Lazreg Allou.
Una rata inmunda, traidora, y que sería capaz de vender a sus hijas por un puesto de encargado.
Toda clase de razas perrunas se extendían a lo largo del mundo.
Las armas humanas habían caído. Todo lo humano ya casi había dejado de estar en pie, solo algunos edificios seguían observando el horizonte.
Todos los canes seguían con sus vidas. Vidas de paz, protencción y amor.
Pero aquel domingo, todo fue muy distinto, algo cambio en la vida perruna para siempre.
Los animales, no matan por placer como hacemos los humanos. Si no por alimentar a sus crías o a si mismos. También por defensa de nuestros seres queridos, aunque eso forma parte de todas las naturalezas.
Todos los humanos sobrevivientes, nunca habían visto una pelea solo por orgullo, o por un pisotón, si no por cosas más importantes. Porque incluso perder una amistad por una mujer, so es lo suficientemente importante.
Pero aquella mañana de domingo, cuando aquellos dos perros iban a cruzar la acera, se estorbaron sin querer, y en aquel momento comenzó todo.
Primero fueron las miradas, terribles, y llenas de odio. Luego los rugidos, a ver si alguno se amedrentaba y se marchaba, pero esto es como los hombres, por nuestros cojones, que valen más que nuestra vida. Después vinieron los ladridos, fuertes y secos, sin que temblaran, duros y enérgicos.
Pero como ninguno de los contrincantes se echo para atrás. Comenzaron las hostilidades, primero con las patas y luego autenticas dentelladas. La sangre se esparcía por el suelo, y los gemidos y ladridos de impotencia y odio, se extendían por el ambiente. Los humanos que allí se concentraban no podían creer lo que estaban viendo. Esos animales, que tanto les habían enseñado, aunque les hubieran esclavizado por el sufrimiento que inflingieron durante años a los perros. La sangre empezó a extenderse en la acera, sangre roja, como la de un rey, pero más humilde que la de un papa. Muchos perros se miraban y no compredian el porque de todo aquello. En ningún lugar del mundo en los cinco años que llevaban los perros gobernando, había pasado algo semejante.
Uno de aquellos perros tenía media oreja colgando, y le sangraba abundantemente, y el otro llevaba el morro de sangre, y parte de la piel de la cara arrancada. El dolor debía de ser horrible, un dolor entre el orgullo, y el salir con vida sin quedar como un cobarde. Poco a poco las fuerzas les iban abandonando. Sus miradas eran casi de amistad y de perdón, pero no podían darlas a conocer a los demás. Muchos cachorrines miraban sin entender nada. Hasta que el más fuerte, ataco el cuello de su rival, y a base de unas dentelladas salvajes, le secciono la cabeza del tronco.
El pobre vencido cayo al suelo, envuelto en sangre. El vencedor, casi caído, dolorido, y lleno de rabia por haber matado a uno de sus hermanos animales, no comprendía porque lo había hecho.
Pero se coloco de pie, con sus fuertes y maltrechas patas, levanto la cabeza de su victima como si fuera un trofeo, y aulló, mientras sus ojos, se transformaban unos segundos en ojos humanos.
DAVID COMÍN PARDOS

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